“Sin título” (Retrato de Ross en L.A.) - Félix González Torres
- lailacalantzopoulos
- 31 ene 2021
- 3 Min. de lectura
Algo me sucede con los caramelos. De mi infancia la foto más nítida y ejemplificadora data de 1994 y trata de una nena que mira de frente al lente de la cámara, con la boca llena a pleno masticar y la mano desesperada adentro de una bolsa de sugus atrapando ese puñado extra antes que se termine la buena racha.
Los caramelos en cantidad me ofrecen un encanto particular, como si me recordaran algo de un sueño de la infancia mezclado con una sensación de abundancia de lo innecesario. La primera vez que vi la obra de Felix Gonzalez Torres, fue en octubre del 2008. Intento rastrear sensaciones que argumenten mi elección pero mi memoria se vuelve borrosa con los detalles. Trato de reciclar descripciones de imágenes, de comprender qué es lo importante en esta escritura, pero cada palabra parece estar sostenida con alfileres. Los caramelos...los caramelos, tengo que volver a los caramelos. Entre las piezas más seductoras, la montaña de dulces sin duda capturó mi fascinación. Mi relación con Sin título, Retrato de Ross en L.A. (1991) no se asienta sólo en una lógica de la nostalgia, de recordarme a mí misma en aquel día, en esa foto, con la boca y la mano llenas de sugus. La atracción se funda también en su carácter de invitación antropofágica: consumir el cuerpo de un tal Ross...como quien toma la comunión para comer de la carne y beber de la sangre de Cristo. Ross pesaba 175 libras. 79,387 kilos según el conversor de medidas de google. Igual que la montaña de caramelos.
Camino por la exposición, doy vueltas alrededor de las montañas de chupetines, busco la mirada cómplice de los guardias. Pienso para mí pero no digo nada ¿se pueden comer? Agarro un caramelo, lo guardo en el bolsillo, doy una vuelta por la sala, vuelvo y sin que me miren agarro otro. Me pregunto qué sabor tienen...no hay sólo deseo y divertimento. En mi universo de emociones, cierto asco asoma alrededor de las golosinas públicas. -Vení nena, ¿querés un caramelo?- Soy chica y la verdad es que no lo quiero, me repugna pensar en la biografía de ese caramelo en el bolsillo de un extraño. Pero lo agarro, sonrío y disimulo mi convicción de que cuando ya no me esté mirando lo voy a tirar sin remordimiento.
Ahora me gustan las personas que siempre tienen un caramelo para convidar. Quizás podría elaborar una teoría acerca de cómo los caramelos que llevamos con nosotros dibujan aspectos de quienes somos. Los caramelos de miel van de la mano con lxs gritones e hipocondríacxs. Los ácidos necesariamente son la señal de seres insensibles. Los masticables de dulce de leche los consumen las personas cursis y los masticables sin dudas representan a quienes esconden sus emociones tras una coraza de indiferencia. Mi mamá siempre lleva en su cartera un paquete de caramelos de menta fuerte, de esos que te queman la lengua y te obligan a tomar una bocanada de aire frío. Me encantaría recordar el sabor del Retrato de Ross. En mi memoria aparecen como unos caramelos bastante insípidos, incluso recuerdo hacer un esfuerzo para que me gusten, como si algo de la algarabía que me generaba la obra pudiera trasladarse al gusto concreto de ese caramelo en mi boca.
Estoy sentada en la cama, pienso en la obra y en todo lo dicho, palabras acumuladas que la rodean y la rodearon. Pienso en todo lo que importa volver al concepto, a la idea...la enfermedad, el cuerpo, el amor, el virus dicen los escritos.
Pero hay algo de la lengua, del sabor. La obra no es solo íntima por su proposición temática: la anécdota biograficista que intenta explicar quien es Ross y porque nos lo comemos. Es íntima porque se mete en el propio cuerpo, porque exige el atrevimiento de meterte en la boca el caramelo que vivió en un bolsillo ajeno.
Texto publicado en Vicio y perfección. Una revista de un solo número de literatura y escritura sobre arte. Ediciones Microcentro. Buenos Aires, febrero de 2021.
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